Para una nota, para superar, para ascender, para conseguir un regalo o un premio. Seguramente esas son algunas de las motivaciones que llevan a nuestros estudiantes a esforzarse y a tratar de aprobar los exámenes que evalúan el primer trimestre de clase. Hace tiempo no creía en una evaluación al final del trimestre, pero, desde hace algún tiempo estoy haciendo evaluaciones, ¿para qué? Para evaluarme yo.

La evaluación que propongo no es un examen final tal como se acostumbra en estos días. No pido a los/as estudiantes que se preparen para una prueba. No hay apuntes previos ni repaso. Simplemente, en un determinado momento de las clases, pido hacer una autoevaluación. Digo en clase que no se trata de una nota final, ni de lo más importante que hemos hecho en el trimestre. Simplemente, creo necesario conocer si lo que hemos estado haciendo, ha servido de algo. Necesito saber si me he explicado bien, si las actividades están bien diseñadas o hay aspectos que debo mejorar.
A veces, cuando se hace evaluación, cuando tenemos que poner nota, se oye con demasiada frecuencia: no superó el examen final, sacó un cero en el examen. ¿Y qué pasó el resto del trimestre? ¿No hizo nada? ¿No aprendió nada? ¿Todo se centra en un examen final? Seguramente reducir el trabajo de un trimestre a un examen no tiene ningún sentido, porque se premia o se valora únicamente la capacidad memorística, capacidad de redacción o una determinada inteligencia como la matemática o lingüística. Pero, sin duda, somos mucho más que eso. Por eso entiendo el trabajo en el aula como algo mucho más amplio, donde ese examen final únicamente sirve para chequear, pero no como algo definitivo, sino más bien para valorar la labor docente.
Cuando un/a estudiante suspende un examen únicamente se juzga al estudiante. No ha estudiado, no ha superado, no sabe, es un vago/a. Pero nunca se juzga el trabajo del profesor/a. No se utiliza esa prueba para saber si el docente ha desarrollado bien su labor. Siempre se sitúa el problema fuera del docente.
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